martes, 8 de febrero de 2011

siete

Sólo los primeros pintores que subían a la azotea de una casa construida con lodo, la primera arquitectura tras dejar las cavernas, fueron capaces de crear la apariencia de los ángeles, seres que nunca vieron pero que sentían en lo fondo de su corazón.

Y esos dibujos en la tierra fueron borrados por el viento, pero la imagen sobrevivió en la memoria de sus descendientes hasta que a un hombre se le ocurrió crear muros de piedra plana para hacer murales, ya no había espacio en las cavernas para pintar ángeles. Y todos estaban hartos de ver como los ángeles se deformaban por la subjetividad de la memoria.

Así fue como Joaquín, al salir al campo y caminar por horas hasta perderse en el fondo del bosque, entró a una caverna para refugiarse del frío nocturno y la lluvia. Al día siguiente, despertó de un sueño insípido para despertar en una realidad que no le correspondía. No eran pinturas rupestres lo que vio sino cubos de piedra, esos bloques de unas ruinas que los tatatatatataranietos del primer hombre que dibujó un ángel en la tierra con una rama quisieron salvar. Según las leyendas de aquel tiempo, no hay que abandonar los primeros dibujos imperecederos de los ángeles en dichos bloques de piedra, sino cargarlos hasta la caverna. Algún día en un futuro muy lejano, otro portador de la misma sangre descubriría por accidente el tesoro familiar. Las coincidencias no existen para quienes lleven una historia olvidada en sus venas.

Joaquín llegó ahí porque al cumplir ochenta años, su sangre tenía el presentimiento que todavía quedaba una última tarea pendiente por realizar. Y los presentimientos se explican al caminar para despejar la mente.

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