domingo, 26 de septiembre de 2010

cinco

Llevo toda una vida entera sin acabar nada, ni siquiera la mitad de las cosas que me propuse. Soy un insípido viudo, no soy ningún héroe.

Debería salir a caminar. Adoptar un perro callejero, el primero que encuentre, mi triste hogar requiere de excusas absurdas para mantenerme activo aunque sea recoger heces del nuevo intruso. Esperar que alguien tire algo por descuido, alcanzarlo sin importar que me deje más sordo todavía por poner en sus manos la basura. Ayudar a empujar un cascarrabias descompuesto, obteniendo de recompensa una espalda rota por ser más antigüo que aquel metal oxidado. Sin embargo, la vida que me queda es poca, muy poca, analizar las probabilidades es un lujo innecesario, sólo las hazañas enmiendan la resequedad y el vacío de la agonía resumida en las arrugas del rostro.

Y esas preciosas criaturas ríen a tientas de un sujeto que aún no localizo. Acercarme y fingir ser su abuelo sería una acción legendaria, sin lugar a dudas estará inscrita en la piedra que mantendré erguida toda la eternidad. ¿Si son unas ingratas descaradas que me acusan de pederasta debido a su predecible gerontofobia? Después de varias décadas aún no he superado temores incoherentes, ¿podrían esas niñas socorrerme del altruismo forzado? Qué humillante fantasía me corroe, si mis nietos se duermen al escuchar mis escasas aventuras, ¿por qué esas mozas se comportarían diferente?

Conducir el Metro desde que lo inauguraron no aporta ninguna enseñanza de la vida, ¿qué sabiduría hay en la interminable soledad de los oscuros túneles? Fui más mecánico que los cajeros automáticos actualmente fuera de servicio.

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